Los grandes tintos del mundo, y una parte de los blancos más notables, son criados en barricas de roble antes de ser embotellados.
Tras su estancia en ellas, los vinos salen engrandecidos, mucho
más complejos y ricos en matices.
Ahora bien, una buena crianza consta de dos
fases: una en barrica y otra en botella; en esta última el vino se pule,
redondea y alcanza su máximo potencial. Por eso, la crianza (que no
conservación) de un vino siempre conlleva dos fases:
Una primera fase
oxidativa, llevada a cabo en barrica.
Una segunda fase reductora, que tiene lugar en
la botella.
Durante el período de maduración o crianza, el
vino comienza a desarrollar sus cualidades gustativas, adquiriendo además
limpidez y estabilidad. La crianza ideal se desarrolla en barrica de roble
(antaño, el empleo de castaño y cerezo se debió más a la disponibilidad de esta
madera que a lo idóneo de sus aportes). La crianza en depósito no alcanza nunca
las mismas cotas de calidad. Ahora bien, antes de meter un vino en barrica,
debemos considerar si el vino es de la calidad adecuada y si el valor añadido
que obtengamos justifica lo que deberemos pagar por él.
Es preferible una
sana crianza en depósito inerte que emplear barricas viejas, de origen y pasado
dudoso (contaminación microbiana, subida de la acidez volátil y aparición de
malos gustos).
La madera desempeña un papel decisivo en la
evolución de los vinos. Una barrica de roble, de madera nueva y aromática,
influye de forma determinante en la crianza del vino (sobre todo si éste tiene
una estructura prometedora y una saludable riqueza tánica).
Los principales beneficios son:
Cesión de elementos aromáticos y gustativos
(taninos) de la madera.
Precipitación de sustancias inestables,
aumentando la limpidez.
Micro-oxidación progresiva y permanente
(evolución).
Estos aspectos están condicionados a su vez por
el origen del roble, el secado, por la técnica empleada en la fabricación de la
barrica y por la edad y uso de la misma.
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